miércoles, 25 de agosto de 2021

Salambó

Reaparece en estos días la apolvada cuestión de la finitud. 

No viene, de vuelta, claro, sin aburrimiento: entendido como el grado más entusiasta de enterrarse en el presente. 

He tratado entonces, pobremente. 

Encontrará traficado el lector aquello que nada tiene que ver con la finitud ni con el problema de los posibles. 

Y tendrá el lector razón, dependiendo, cabe decir hoy, de quién sea;


I

Propongo una flor, la que no nace: la flor-escombro, la flor-picazón, la flor baldía.

Imaginemos la flor como un posible cualquiera: el terreno de la flor, el peso aproximado del pétalo, la ráfaga que la desgaja.

La flor que no, pampanea: ni tampoco el nido de bichos que querrían masticarla, ni el invierno que la esquiva, ni la mano que la cuenta, entusiasmada.

Esa flor inflama sin despedida, justamente: ¿Cómo olvidar la flor invertida? Su impresión yace aún más, justamente.

Midamos y velemos sus pistilos: la flor cálculo, sin cautela, se permite obscena y culposa ser ella. Y luego: perder la flor, permitirla, aplastarla o merodearla.

Imaginemos luego que hubiera un futurólogo, un fantoche: su esperanza tartamudea la flor, pero qué hacer de la flor sin estribo, de la flor sin fantasma, de la flor que sin flor. Díganme, ¿es más flor o menos?

Olvidemos la flor si quiera: la no flor envejece y se entierra, la no flor no se pudre y qué alivio, qué prodigioso mecanismo: digamos flor como podríamos decir espasmo, balde, alcancía.

La no flor se itera y se pavonea: mascota amable la no flor.

Agitémonos cansados por ella, por la no flor, por su bobés pretenciosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario